Entrevista a Javier Antón Sancho

Javier Antón Sancho profesor de Elementos de Composicón, nació el 4 de enero de 1982 yo estudió Arquitectura Superior desde septiembre de 2000 hasta junio de 2006. Realizó la tesis doctoral sobre Javier Carvajal en Visiting Schollar en Columbia, N.Y durante la estancia en el verano de 2007 y 2008. Recibió el premio Luis Moya Fin de carrera. En la Universidad de Navarra estuvo dos años dando clase de geometría y dos años de elementos. ¿Por qué eligió dar clases? Personalmente me gusta mucho más la docencia que la investigación, pero creo que la investigación es necesaria. También es más interesante transmitir la ilusión a los alumnos que los conocimientos. Elementos permite ver la primera fase de proyecto de los alumnos, porque es la parte donde se empieza a proyectar y surgen ideas frescas. Además exige estar al día en el plano de la Arquitectura y dar referencias arquitectónicas. En el mundo de las referencias arquitectónicas lo importante son las soluciones y de ese modo se pueden hacer múltiples lecturas. A veces ya está inventado. Es importante tener un bagaje cultural de concepto. El tema de los condicionantes a la hora de elaborar un proyecto es importante para dar soluciones. ¿Qué es para tí la Arquitectura? La Arquitectura es dar soluciones a problemas reales, más que llamar la atención. También es muy importante viajar, porque el espacio está para experimentarlo. ¿Qué viajes has realizado? En febrero de 2007 a Londres. En noviembre de 2008 la ruta de Le Corbusier con 18 alumnos. En julio de 2009 a Finlandia para conocer la obra de Alvar Aalto. ¿Qué quieres hacer en el futuro? Después de la tesis doctoral salir un año entero al extranjero para publicar temas de la tesis, investigar y aprender temas de la docencia. También tener un estudio propio, y poder compatibilizarlo con la docencia, la investigación y el ejercicio de la arquictectura.

Compis de clase

Esta chica traviesa de aquí es mi compi de clase Carmen, es muy maja. Le gusta vestir alternativo y hacer fotos frikis. Personalmente la admiro mucho, porque es una auténtica artista. A través de la copa vemos a Lucía, una chica divertida donde las haya. Con ella he pasado momentos entretenidos empapándonos de la cultura de China. Es una pena que ya no vaya a estar en la Uni sin duda le echaré de menos. Una iluminación cenital sobre Diego, ha sido divertido leer su blog en clase con todos, ha participado con su forma de ser para hacer más amenas las clases.

Bodega de Otazu

Fue una escapada interesante, sobre todo por su atractivo arquitectónico. También me pareció muy sugerente la propia cata del vino e incluso la exposición de esculturas que había.

Rincones de Pamplona

Un niño jugando en la estatua de san fermines. Sueña como cualquier otro niño de su edad con que corre y vacila a los toros. En esta foto quería destacar el encuadre, gracias a las piernas del corredor. Un niño jugando en la calle es alumbrado por un coche directamente a los ojos. Me parece muy interesante la composición. No está bien enfocada, pero es sugerente la manera en que está dispuesto el niño en relación con el entorno. Un árbol es reflejado en un pequeño charco en la muralla que está en la ciudadela. Es muy sugerente como la composición que forman las líneas nos llevan hasta la puerta, donde la sombra de los focos en forma de cruz, nos recuerda que no se puede pasar. En la noche, la ciudad descansa.

José Antonio Duce

La Seo Niebla en el canal Avda. Independencia El patio de la Alfajería El pilar y el ebro El patio de la infanta El Ebro La Lonja

José Antonio Duce (Zaragoza, 1933) en 1952 realiza su primera fotografía y comienza sus estudios sobre fotografía en Barcelona. En 1961 fundó, junto con otros profesionales aragoneses, la productora cinematográfica “Moncayo Films”, con la que fotografío y realizó medio centenar de películas, entre las que destaca "Culpable para un delito".

Tras esa incursión cinematográfica regresó en 1967 a la fotografía. Ha sido reiteradamente premiado en todo el mundo (más de 50 premios entre nacionales e internacionales) destacando el Premio de Paisaje en Nueva Zelanda, el de Retrato en Estados Unidos de América, El Venus Internacional en Polonia, el de la UNESCO en Moscú con el tema “La Infancia”, dos veces en Japón en el Nikon Internacional Photo Contest, etc. En Zaragoza obtiene el Premio del Excmo. Ayuntamiento, el Santa Isabel de Arte de la Diputación Provincial y el de la Diputación General de Aragón. En 1994 comenzó a tratar sus imágenes con programas de ordenador de lo que ha sido un pionero. Numerosos libros publicados, entre ellos en edición internacional “No identificados”. Ha realizado numerosas exposiciones, destacando una retrospectiva en 2001 (breve resumen de sus cincuenta años fotografiando) patrocinada por el Excmo. Ayuntamiento de Zaragoza.

Su obra se encuentra en diversos museos y galerías de España y del extranjero.

Su anterior éxito fotográfico se concretó en un bello libro titulado "Zaragoza", editado el año pasado por el Ayuntamiento de Zaragoza y la CAI, en el que recoge más de 405 imágenes inéditas de la capital aragonesa. Tras un año y dos ediciones sigue en la lista de los libros más vendidos.

Es Socio de Honor y Mérito de la Asociación de Fotógrafos Profesionales de Zaragoza y Provincia, Presidente de Honor de la Real Sociedad Fotográfica de Zaragoza, de la que fue presidente y AFIAP por la Federación Internacional de Arte Fotográfico, dependiente de la UNESCO con sede en Bruselas.

El Ayuntamiento de Zaragoza denominó con su nombre una calle de la ciudad en reconocimiento a su aportación a la cultura y la historia de Aragón.

Esta ha sido una ocasión muy bonita para recordar que cerca de nosotros existen personas que se dedican con mucho cariño al ámbito de la fotografía. Intentan plasmar los rincones de nuestras ciudades y nos aportan puntos de vista distintos que hacen muy interesante la propia ciudad.

Es un momento para valorar lo que tenemos, que es mucho, y no hace falta buscar más lejos. Me parece muy interesante cómo están compuestas las fotografías y la utilización de distintos objetivos, como el ojo de pez, que permite realizar fotos verdaderamente interesantes.

Composición

Sencillez es lo que caracteriza esta imagen. Podemos seguir una serie de líneas: una diagonal desde el tornillo del panel continuando con la flecha, y otra horizontal que divide la lámina en dos. Tiene mucha fuerza. Es un reflejo de una ventana en la que destaca el encuadre. También se puede apreciar la regla de las líneas que parecen converger en el fotógrafo. Es el camino a la Universidad. Se puede apreciar la simetría y la regla de las líneas, los dos caminos que convergen en la persona que camina. Se trata de un contraluz, en el que la diagonal que forma la cabeza de mi hermano, la escayola y el mando de la play nos dirige en una dirección. También se puede apreciar el encuadre que hacen las cortinas y la mesa.Otro ejemplo similar al anterior, pero que sin embargo la diagonal esta vez, nos hace dirigir la mirada hacia arriba; para apreciar la tensión que toma la gaviota en movimiento. La línea que forman los árboles y las hojas caídas nos llevan a un punto, los chicos cruzando. El contraste en blanco y negro del mar y las barcas ayudan a seguir la línea que éstas forman. También se puede apreciar el equilibrio. Se trata de una imagen aparentemente sencilla pero con gran poder de evocación. En esta imagen también se ha utilizado la regla de los tercios.

El Cuento de Navidad de Auggie Wren

PAUL BENJAMIN EXPLICA A SU AMIGO AUGGIE WREN QUE LE HAN ENCARGADO UN CUENTO PARA EL PERIODICO. PARA AYUDARLE, AUGGIE LE NARRA COMO CONSIGUIO LA CAMARA DE FOTOS CON LA QUE, DESDE HACE AÑOS, FOTOGRAFIA EL TIEMPO DESDE LA ESQUINA DE SU TIENDA DE TABACOS. ES LA HISTORIA DE UNA BUENA ACCION: PASAR LA NOCHEBUENA CON UNA POBRE VIEJECITA QUE LE CREE SU NIETO

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. El trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

-Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguien- te, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

-Mañana y mañana y mañana -murmuró entre dientes-, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ese era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado, guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Navidad. Las propias palabras «cuento de Navidad» tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

-¿Un cuento de Navidad? -dijo él cuando yo hube terminado-. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas en las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

-Fue en el verano del setenta y dos -dijo-. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

»Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podía haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o su abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

»La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

»-¿Eres tú, Robert? -dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

»Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

»-Sabía que vendrías, Robert -dice-. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

»Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

»Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

»-Está bien, abuela Ethel -dije-. He vuelto para verte el día de Navidad.

»No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así, y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

»Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba, yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

»-Eso es estupendo, Robert -decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo-. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

»Al cabo de un rato empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

»Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Dema- siado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

-¿Volviste alguna vez? -le pregunté.

-Una sola -contestó-. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

-Probablemente había muerto.

-Sí, probablemente.

-Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

-Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

-Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.

-Le mentí, y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

-La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

-Todo por el arte, ¿eh, Paul?

-Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

-Y ahora tú tienes tu cuento de Navidad, ¿no?

-Sí -dije-. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

-Eres un as, Auggie -dije-. Gracias por ayudarme.

-Siempre que quieras -contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos-. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

-Supongo que estoy en deuda contigo.

-No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

-Excepto el almuerzo.

-Eso es. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.